Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez
Si rastreamos la figura de Eva Perón en la literatura argentina, Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez, es
un libro insoslayable, en el que se alternan el relato histórico, la escritura
de los momentos finales de la vida de la protagonista con procedimientos
literarios, (que incluyen hasta el narrador omnisciente) y la referencia a otros
autores argentinos para quienes Eva Perón fue materia literaria (Cortázar,
Borges, Walsh, Perlongher, Copi).
En
el capítulo 8, “Una mujer alcanza su eternidad”, se analizan en detalle los
elementos que permitieron la construcción del mito alrededor de la figura de
Eva. En el fragmento que sigue, (extraído de ese capítulo) Martínez desarrolla un
análisis de las maneras que tuvo la literatura argentina de acercarse a Evita.
“El
mito se construye por un lado y la escritura de los hombres, a veces, vuela por
otro. La imagen que la literatura está dejando de Evita, por ejemplo, es sólo
la de su cuerpo muerto o la de su sexo desdichado. La fascinación por el cuerpo
muerto comenzó aun antes de la enfermedad, en 1950. Ese año, Julio Cortázar
terminó El examen, novela imposible
de publicar en más de un sentido, como él mismo lo declara en el prólogo de
tres décadas después. Es la historia de una multitud animal que se descuelga
desde todos los rincones de la Argentina para adorar un hueso en la Plaza de
Mayo. La gente espera no sabe qué milagro, se rompe el alma por una mujer
vestida de blanco, «el pelo muy rubio desmelenado cayéndole hasta los senos».
Ella es buena, Ella es muy buena, repiten los cabecitas negras que invaden la
ciudad, transfigurándose al final en hongos y brumas envenenadas. El terror que
flota en el aire no es el terror a Perón sino a Ella, que desde el fondo
inmortal de la historia arrastra los peores residuos de la barbarie. Evita es
el regreso a la horda, es el instinto antropófago de la especie, es la bestia
iletrada que irrumpe, ciega, en la cristalería de la belleza.
En
la Argentina de los años en que Cortázar escribió El examen, la Jefa Espiritual, aún sana, de afilados colmillos y
uñas crueles sedientas de sangre, infundía un pavor sagrado. Era una mujer que
salía de la oscuridad de la cueva y dejaba de bordar, almidonar las camisas,
encender el fuego en la cocina, cebar el mate, bañar a los chicos, para
instalarse en los palacios del gobierno y de las leyes, que eran dominios
reservados a los hombres. «Aquella extraña mujer era distinta de casi todas las
criollas», la define el Libro Negro de la Segunda Erania, que se publicó en
1958. «Carecía de instrucción pero no de intuición política; era vehemente,
dominadora y espectacular». Es decir, imperdonable, impúdica, con dones de
«pasión y coraje» impropios de una mujer. «Le gustarían las hembras», conjetura
Martínez Estrada en sus Catilinarias. «Tendría la desvergüenza de las mujeres
públicas en la cama, a las que tanto les da refocilarse con un habitué del
burdel como con una mascota doméstica u otra pupila de la casa».
(…)
Algunos
de los mejores relatos de los años cincuenta son una parodia de su muerte. Los
escritores necesitaban olvidar a Evita, conjurar su fantasma. En «Ella», un
cuento que escribió en 1953 y publicó cuarenta años después, Juan Carlos Onetti
tiñó el cadáver de verde, lo hizo desaparecer en un verdor siniestro: «Ahora
esperaban que la pudrición creciera, que alguna mosca verde, a pesar de la
estación, bajara para descansar en los labios abiertos. La frente se le volvía
verde.»
Casi
al mismo tiempo, Borges, más sesgado, más elusivo, denigraba el entierro en «El
simulacro», un texto breve cuyo personaje único es un hombre de luto, flaco,
aindiado, que exhibe una muñeca de pelo rubio en una capilla ardiente de
miseria. El propósito de Borges era poner en evidencia la barbarie del duelo y
la falsificación del dolor a través de una representación excesiva: Eva es una
muñeca muerta en una caja de cartón, que se venera en todos los arrabales. Lo
que le sale, sin embargo es, sin que él lo quiera –porque no siempre la
literatura es voluntaria–, un homenaje a la inmensidad de Evita: en «El
simulacro», Evita es la imagen de Dios mujer, la Dios de todas las mujeres, la
Hombre de todos los dioses.
(…)
Perlongher
quiere desesperadamente ser Evita, la busca entre los pliegues del sexo y de la
muerte y, cuando la encuentra, lo que ve en Ella es el cuerpo de un alma, o lo
que llamaría Leibniz «el cuerpo de una mónada... Perlongher la entiende mejor
que nadie. Habla el mismo lenguaje de la toldería, de la humillación y del
abismo. No se atreve a tocar su vida y, por eso, toca su muerte: manosea el
cadáver, lo enjoya, lo maquilla, le depila el bozo, le deshace el rodete.
Contemplándola desde abajo, la endiosa. Y como toda Diosa es libre, la
desenfrena. En el “El cadáver de la
nación”, y en los otros dos o tres poemas con que Perlongher la merodea,
Ella no habla: las que hablan son las alhajas del cuerpo muerto. Los cuentos de
“Evita vive”, en cambio, son una
epifanía en el sentido que daba Joyce a la palabra: una «súbita manifestación
espiritual», el alma de un cuerpo ávido que resucita
(…)
La
literatura ha visto a Evita de un modo precisamente opuesto a como Ella quería
verse. Del sexo jamás habló en público y quizá tampoco en privado. Tal vez se
habría librado del sexo si hubiera.
podido. Hizo algo mejor: lo aprendió y lo
olvidó cuando le convino, como si fuera un personaje más de los radioteatros.
Los que conocieron su intimidad pensaban que era la mujer menos sexual de la
tierra. «No te calentabas con Ella ni en una isla desierta», dijo el galán de
una de sus películas. Perón, entonces, ¿cómo hizo para calentarse? Imposible
saber: Perón era un sol oscuro, un paisaje vacío, el páramo de los no
sentimientos. Ella lo habría llenado con sus deseos. No sexo sino deseos. Eva
nada tenía que ver con la hetaira desenfrenada de la que habla el enfático
Martínez Estrada ni con la “puta de arrabal” a la que calumnió Borges.
En
las definiciones de Evita sobre la mujer, que ocupan toda la tercera parte de
La razón de mi vida, la palabra sexo no aparece ni una sola vez. Ella no habla
del placer ni del deseo; los refuta. Escribe (o dicta, o acepta que le hagan
decir):
“Yo soy lo que una mujer en cualquiera de los
infinitos hogares de mi pueblo. Me gustan las mismas cosas: joyas, pieles,
vestidos y zapatos... Pero, como ella, prefiero que todos, en la casa, estén
mejor que yo. Como ella, como todas ellas, quisiera ser libre para pasear y
divertirme... Pero me atan, como a ellas, los deberes de la casa que nadie
tiene obligación de cumplir en mi lugar”.
Evita
quería borrar el sexo de su imagen histórica y en parte lo ha conseguido. Las
biografías que se escribieron después de 1955 guardan un respetuoso silencio
sobre ese punto. Sólo las locas de la literatura la inflaman, la desnudan, la
menean, como si Ella fuera un poema de Oliverio Girondo. Se la apropian, la
palpan, se le entregan. Al fin de cuentas, ¿no es eso lo que Evita pidió al
pueblo que hiciera con su memoria?
Cada
quien construye el mito del cuerpo como quiere, lee el cuerpo de Evita con las
declinaciones de su mirada. Ella puede ser todo. En la Argentina es todavía la
Cenicienta de las telenovelas, la nostalgia de haber sido lo que nunca fuimos,
la mujer del látigo, la madre celestial. Afuera es el poder, la muerta joven,
la hiena compasiva que desde los balcones del más allá declama: “No llores por
mí, Argentina”.
Tomás Eloy Martínez
Alfaguara, 2001.
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