"Ella", de Juan Carlos Onetti

Hoy se cumplen 25 años de la muerte del gran narrador uruguayo Juan Carlos Onetti. En la década del '50 vivía en Buenos Aires, y trabajaba como corresponsal de la agencia Reuters. Eso hizo posible que fuera testigo de la muerte y el velatorio de Eva Perón, al que concurrieron millones de personas, durante seis días. Onetti nunca fue simpatizante del peronismo. Y en la charla que tuvo con Luis Harss, y que está publicada en Los Nuestros, dice que su proyecto de escritura en ese momento (fines de los '60), es una novela sobre lo que califica como "tiempo de duelo nacional de necrofilia en masa". En la misma charla se refiere en términos bastante duros a la figura de Ara, el embalsamador de Evita. 
Onetti nunca escribió esa novela. Lo que sí quedó acerca de ese momento, es el relato "Ella" que fue publicado recién en 1994, en sus Cuentos Completos. Con este relato cerramos la conmemoración que hicimos durante el mes de mayo, de los cien años del nacimiento de Eva Perón.


Ella
Cuando Ella murió después de largas semanas de agonía y morfina, de esperanzas, anuncios tristes desmentidos con violencia, el barrio norte cerró sus puertas y ventanas, impuso silencio a su alegría festejada con champán. El más inteligente de ellos aventuró: «Qué quieren que les diga. Para mí, y no suelo equivocarme, esto es como el principio del fin».
Tantas cosas, pobres millonarios, les había hecho tragar Ella. Y lo triste era que Ella había sido infinitamente más hermosa que las gordas señoras, sus esposas, todavía con olor a bosta como dijo un argentino. Ahora también podían tragarse las sonrisas cordiales con que habían acogido las órdenes y las humillaciones. Porque todos sentían, sin más pruebas que discursos vociferados en la Plaza Mayor, que Ella era, en increíble realidad, más peligrosa que las oscilaciones políticas, económicas y turbias, de Él, el mandatario mandante, el que a todos nos mandaba.
Cuando al fin Ella murió, rematando esperanzas y deseos, estábamos a fin de julio; en una fecha abundante en crueldades, en frío, viento, aguacero. De los cielos negros de nubes y noche, caía una lluvia lenta, implacable, en agujas que amenazaban ser eternas. Se desinteresaban de abrigos y pieles humanas para empapar sin dilaciones huesos y tuétanos.
La humedad aumentaba el mal olor de las gastadas ropas de luto improvisado: casi inmóviles, sin palabras porque su desdicha tenía un sólo culpable y éste no podía ser nombrado aunque dueño del frío, de la lluvia, el viento y la desgracia.
Según la pequeña historia, tantas veces más próxima a la verdad que las escritas y publicadas con H mayúscula, cinco médicos rodeaban la cama de la moribunda. Y los cinco estaban de acuerdo en que la ciencia tiene sus límites.
Y en la planta baja, impaciente, paseándose, atendiendo las preguntas telefónicas que le hacían los periodistas amigos o dadivosos, había otro hombre, tal vez también médico, aunque esto no tenga la menor importancia.
Era un catalán, embalsamador de profesión conocida y llamado por Él desde hacía un mes para evitar que el cuerpo de la enferma, siguiera el destino de toda carne.
Y había una lucha silenciosa pero tenaz entre los cinco de arriba y el solitario de abajo. Porque si éste sólo creía con distracción en la Virgen de Montserrat, los de encima, estaban divididos entre la de Luján, la de La Rioja, la de las Siete Llagas, entre la de San Telmo y la del Socorro. Pero coincidían en lo fundamental, en la Santa Iglesia Apostólica Romana. Y creían en los eructos dominicales de los curas.
Para cumplir lo contratado con Él, el embalsamador catalán tenía que aplicar una primera inyección al cadáver media hora antes de ser decretado tal. Los pertinaces creyentes del piso superior se oponían a toda intención de embalsamar, pese a que el contratado catalán había repartido generoso pruebas indiscutibles de su talento. Recuerdo la foto, en un folleto, de un niño muerto a los doce años, plácidamente colocado en un sillón y luciendo un traje marinero impecable. Lo exhibían cada vez que la momia hubiera tenido que cumplir años —él se burlaba, el tiempo no existía, sus mejillas seguían rosadas y sus ojos de vidrio brillaban con malicia— cuando inexorablemente, cumplía una fecha de muerto. Dos veces al año ocupaba el puesto de honor y los parientes que le iban quedando —el tiempo existía— lo rodeaban tomando té con pasteles y alguna copita de anís.
Se oponían a la primera e imprescindible inyección. Porque la Santa Fe que los aunaba repartía almas para que escucharan eternamente música de ángeles que jamás cambiarían de pentagrama —o tal vez sus cabecitas equívocas las hubieran grabado— o para disfrutar suplicios nunca concebidos por un policía terrestre.
De modo que, cuando aquellos litros de morfina dejaron de respirar, se miraron asintiendo y consultaron relojes. Eran las veinte en punto. Alguno encendió un cigarrillo, otros rindieron su fatiga a los sillones.
Ahora esperaban que la pudrición creciera, que alguna mosca verde, a pesar de la estación, bajara para descansar en los labios abiertos. Porque la Santa Iglesia les ordenaba respirar cadaverina, hediondez casi enseguida, y adivinar la fatigosa tarea de siete generaciones de gusanos. Todo esto adecuado a los gustos de Dios que respetaban y temían. Los minutos pasan pronto cuando un diplomado vela por su fe.
Emilio, el más obediente a las manifestaciones indudables de la Divinidad, dijo:
—Che, aumentá la calefacción.
Más tarde, resolvieron bajar para dar la noticia, triste y esperada.
Él estaba cenando y asintió con la cabeza. Luego agradeció los servicios prestados y rogó que le fueran enviados los honorarios. Después señaló con un dedo a uno cualquiera de los uniformados y le ordenó ordenar a las radios, primicia para la suya, que difundieran la noticia.
Y quedó así, rehecha, corregida, discutida: «El Ministerio de Información y Propaganda cumple con el doloroso deber de anunciar que a las veinte y veinticinco Ella pasó a la inmortalidad».
El médico catalán subió los escalones de dos en dos, molestado por su pequeña maleta. Preparó, la inyección y estuvo consternado palpando la frialdad del cuerpo.

Las puertas no se abrían y la multitud comenzó a porfiar y moverse. Los policías dejaron de ofrecer vasitos de café enfriado y de inmediato aparecieron vendedores de chorizos, de pasteles, de refrescos entibiados, de maníes, de frutas secas, de chocolatines. Poco ganaron porque el primer contingente comenzó a llegar a las nueve de la noche y provenía de barriadas desconocidas por los habitantes de la Gran Aldea, de villas miseria, de ranchos de lata, de cajones de automóviles, de cuevas, de la tierra misma, ya barro. Ensuciaban la ciudad silenciosos y sin inhibiciones, encendían velas en cuanta concavidad ofrecieran las paredes de la avenida, en los mármoles de ascenso a portales clausurados. A algunas llamas las respetaban las lluvias y el viento; a otras no. Allí fijaban estampas o recortes de revistas y periódicos que reproducían infieles la belleza extraordinaria de la difunta, ahora perdida para siempre.
A las diez de la mañana les permitieron avanzar, dos metros cada media hora, y pudieron atravesar la puerta del Ministerio, en grupos de cinco, empujados y golpeados; los golpes preferidos por los milicos eran los rodillazos buscando lo ovarios, santo remedio para la histeria.
A mediodía corrió la voz de cuadra en cuadra, metros y metros de cola de lento avanzar: «Tiene la frente verde. Cierran para pintarla».
Y fue el rumor más aceptado porque, aunque mentiroso, encajaba a la perfección para los miles y miles de necrófilos murmurantes y enlutados.


Juan Carlos Onetti
Cuentos Completos

Debolsillo, 2018.

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