"Juguetes", de Osvaldo Soriano
La figura de #EvaPerón es inseparable de la Fundación que llevaba su nombre. Una de las acciones inolvidables era la donación de juguetes para el día del niño y para Reyes. Osvaldo Soriano en el cuento "Juguetes", narra una historia tan conmovedora como cargada de tensiones.
El primer regalo del que tengo
memoria debe haber sido aquel camión de madera que mi padre me hizo para un
cumpleaños. No me gustó y no lo usé nunca quizá porque lo había hecho él y no
se parecía a los de lata pintada que vendían en los negocios. Muchos años
después lo encontré en casa de uno de mis primos que se lo había dado a su
hijo. Era un Chevrolet 47 verde, con volquete, ruedas de retamo y el capó que
se abría. Las ruedas y los ejes seguían en su lugar y las diminutas bisagras de
las puertas estaban oxidadas pero todavía funcionaban.
Mi padre se daba maña para hacer
de todo sin ganar un peso. En San Luis construyó una casa en un baldío de
horizonte dudoso, cubierto de yuyos y algarrobales. El gobierno de Perón le
había dado un crédito para vivienda y él se sentía vagamente humillado por
haberlo merecido. Nunca supe cómo hacía para ocultar su condición de
antiperonista virulento, de yrigoyenista nostálgico en los tiempos del Plan
Quinquenal. En cambio yo me criaba en aquel clima de Nueva Argentina en la que
los únicos privilegiados éramos los niños, sobre todo los que llevábamos el
luto por Evita.
En el día de Reyes, que para colmo es el de mi
cumpleaños, el correo regalaba juguetes a los chicos que fueran a buscarlos.
Muñecas, trompos, una pelota de goma, cosas de nada que los pibes mostraban a
la tarde en la vereda. Por más peronistas que fuéramos, a los hijos de los
"contreras" se nos notaba la bronca y el orgullo de ser diferentes. A
mi padre no le gustaba que yo hiciera cola en el correo para recibir algo que
él no podía comprarme. Por eso me hizo aquel camión con sus propias manos, para
mostrarme que mi viejo era él y no el lejano dictador que nos embelesaba por
radio y aparecía en las tapas de todas las revistas.
Pero a mí el camión no me gustaba
y a escondidas le escribí una carta al mismísimo General. No recuerdo bien:
creo que en el sobre puse "Excelentísimo General Don Juan Domingo Perón,
Buenos Aires". En casa siempre había estampillas coloradas con la cara de
San Martín así que despaché la carta y enseguida me olvidé. Para remediar su
fracaso con el camión, mi padre me compró un barquito verde y blanco que no
funcionó nunca pero del que me acuerdo siempre. Como no tenía hermanos, nadie
me lo disputaba y pasaba horas haciéndolo navegar. Me acomodaba bajo la copa de
un árbol para protegerme del terrible sol puntano y allí imaginaba aventuras
tan buenas como las que traían El Tony, Fantasía y Rayo Rojo. No sé, creo que
unas veces yo era Tarzán y otras el Corsario Negro conduciendo, intrépido, a sus
sesenta valientes.
El tiempo parecía interminable
entonces. Ser mayor era tener diecisiete años y ésa era la edad de mis héroes
en el momento de combatir o de amar. Y allí íbamos, Tarzán, el Corsario, Kit
Carson y yo, en busca de una rubia suave y maternal que se esfumaba en las
sombras de nuestra noche imaginaria. No sé quién era; tal vez Lana Turner,
Evita, o la radiante esposa del bicicletero de la esquina. Creo que hacíamos
con ella algo inconfesable y delicioso, mecidos por la brisa de la tarde o azotados
por el torbellino del viento chorrillero. Entre tanto, mi padre ocultaba el
pasto que habíamos puesto para que comieran los camellos de los Reyes Magos.
Recuerdo que lo seguí a hurtadillas aquella noche en que me regaló el camión y
lo vi arrojar el pasto por encima de la tapia.
Era un tipo de voz temible, mi
padre; de gestos dulces y reflexiones amargas. Nada de lo que a él le gustaba
me interesaba a mí. Amaba las matemáticas y leía gruesos libros llenos de
ecuaciones y extraños dibujos. Me hablaba del Congreso y sus facultades cuando
para mí sólo contaba el general. Me daba pena verlo soñar con una máquina de
fotos, una Leica que nunca podría pagar. A medida que crecíamos y nos
enterábamos por el cine, el Corsario, Tarzán, Kit Carson y yo distinguíamos por
la trompa un Chevrolet 37 de uno del 35, un Ford A del 30 de otro del 31.
Una mañana se detuvo frente a
casa un Buick con tres hombres de sombrero. Lo buscaban a mi padre y él salió
presuroso, con el pucho entre los labios. Llevaba el único traje que tenía para
ir a la oficina y sólo Dios sabe cómo hacía mi madre para tenérselo siempre
listo. La imagen de mi padre (alto, pelo blanco, idéntico a las fotos de
Dashiell Hammett) me es indisociable del cigarrillo en los labios. Lo dejaba
consumirse ahí, y se estaba horas mirando un libro de logaritmos, acompañado
por una voluta de humo que flotaba hacia la lámpara.
El Buick arrancó y yo supe
enseguida que era un modelo 39. Para el Corsario y Kit Carson era del 38, pero
yo estaba seguro porque tenía la parrilla más ancha y generosa y atrás la
carrocería bajaba en picada disimulando el baúl. Mi madre se quedó en silencio
y cuando se ponía así era mejor mantenerse a distancia. No sé por qué, yo me
olía plata, la plata que faltaba, la que permitiría que mi padre se comprara la
Leica y mi madre cambiara los zapatos. Plata para que me compraran Puño Fuerte
y El Tony todas las semanas. Tal vez el Misterix, que era carísimo. "Una
fragata", solía decir mi padre, "¡quién tuviera una fragata!".
La fragata era el imposible billete de mil y mi padre había imaginado todas las
maneras de gastarlo. Ninguna incluía revistas de historietas ni matinés con
Dick Tracy y la habitación donde él soñaba se llenaba de voltímetros,
catalizadores de células fotoeléctricas y otras cosas tan inservibles como
ésas.
Pero tampoco esa vez fue plata.
Cuando volvió, a mediodía, mi padre estaba pálido pero sonriente. No se decidía
entre el orgullo y la bronca. La ceniza del cigarrillo le caía sobre el
banderín azul y blanco que apretujaba con los dedos humedecidos.
— Me dio la mano —le dijo a mi
madre y me miró de reojo—. Me dio la mano y me dijo: "Cómo le va,
Soriano".
— ¿Y cómo te conoció? —preguntó
mi madre, asustada.
— No sé. Me conoció el
desgraciado.
En los días de más furia solía llamarlo
"degenerado mental", pero aquel mediodía estaba demasiado
impresionado porque el General, que iba a Mendoza en tren, se había detenido en
la estación de San Luis para saludar a todos los funcionarios por su nombre.
Uno por uno, hasta llegar al sobrestante de Obras Sanitarias José Vicente
Soriano, responsable de las aguas que consumía la población de San Luis.
Después de aquel apretón de
manos, mi padre fingió odiarlo todavía más y por las noches, a la hora de la
cena, bajaba la voz como un filibustero listo para el abordaje: "¡No me
voy a morir sin verlo caer!", decía, y yo me estremecía de miedo a verlo
caer. Corría entonces a mirarlo sonreír en las figuritas, entre Grillo, Pescia,
Fanny Navarro y Benavídez y me parecía invencible. Por las tardes, mientras
preparaba el barco, veía pasar a la rubia mujer del bicicletero y el mundo de
Tarzán, Kit Carson y el Corsario Negro volvía a su orden natural e inmutable.
No sé por qué cuento esto. Me
vienen a la memoria un arco y una flecha. Una espada de madera, un autito de
carrera y el camión que tanto desprecié. También me acuerdo de la imponente
llegada de un camión amarillo. Por fortuna mi padre no estaba en casa. Tocaron
el timbre y salió mi madre: —Presidencia de la Nación —dijo un tipo de
uniforme.Y bajaron una inmensa caja en la que decía "Perón cumple, Evita
dignifica".
Mi madre intuía, azorada, la
traición del hijo. "Ya vas a ver cuando llegue tu padre", gruñía
mientras yo contaba las diez camisetas blancas con vivos rojos y una amarilla
para el arquero. También había una pelota con cierre de tiento y una carta del
General. "Que lo disfrutes", decía. Y también: "Pónganle el
nombre de Evita al cuadro".
Mi padre quería tirar la carta al
fuego. Iba a pasar algún tiempo antes de que Perón cayera y muchos años más
hasta que pudiera darse el gran gusto de su vida. Yo ya era grande, vivía en la
Avenida de Mayo y él se había venido a Buenos Aires a buscar otro trabajo.
Cuando pasó a buscarme traía la Leica envuelta en sedas y con un manual en tres
idiomas. Fuimos a un bar y rebosante de orgullo me mostró su juguete. De verdad
era precioso. Lentes suizos, disparador automático, qué sé yo. Le pregunté si
era muy cara y me contestó con un gesto de desdén. "Vos págame los
cigarrillos", dijo.
A los dos o tres meses fui a
visitarlo a una ruinosa pensión de Morón y lo encontré nervioso y esquivo.
"¿Dónde está la Leica?", le pregunté como al descuido y enseguida me
di cuenta de que íbamos a pasar un rato en silencio. Le di un paquete de
cigarrillos y cuando se puso uno entre los labios, murmuró: "Se la
llevaron ayer, los degenerados... No alcancé a pagar la cuota, ¿sabés?".
Nos dimos un abrazo y nos pusimos
a llorar. Mi padre por la Leica y yo por el camión aquel.
Cuentos de los años felices
Osvaldo Soriano
Editorial Sudamericana, 1993.
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