"Manuscrito hallado en un bolsillo", de Julio Cortázar
Continúa el ciclo de Literatura y Cine dedicado a Julio Cortázar y coordinado por Mario Méndez. El relato sobre el que se va a trabajar mañana es "Manuscrito hallado en un bolsillo", publicado originalmente en Octaedro (1974).
“Ahora
que lo escribo, para otros esto podría haber sido la ruleta o el
hipódromo, pero no era dinero lo que buscaba, en algún momento había empezado a
sentir, a decidir que un vidrio de ventanilla en el metro podía traerme la
respuesta, el encuentro con una felicidad, precisamente aquí donde todo ocurre
bajo el signo de la más implacable ruptura, dentro de un tiempo bajo tierra que
un trayecto entre estaciones dibuja y limita así, inapelablemente abajo. Digo
ruptura para comprender mejor (tendría que comprender tantas cosas desde que
empecé a jugar el juego) esa esperanza de una convergencia que tal vez me fuera
dada desde el reflejo en un vidrio de ventanilla. Rebasar la ruptura que la
gente no parece advertir aunque vaya a saber lo que piensa esa gente agobiada
que sube y baja de los vagones del metro, lo que busca además del transporte
esa gente que sube antes o después para bajar después o antes, que sólo
coincide en una zona de vagón donde todo está decidido por adelantado sin que
nadie pueda saber si saldremos juntos, si yo bajaré primero o ese hombre flaco
con un rollo de papeles, si la vieja de verde seguirá hasta el final, si esos
niños bajarán ahora, está claro que bajarán porque recogen sus cuadernos y sus
reglas, se acercan riendo y jugando a la puerta mientras allá en el ángulo hay
una muchacha que se instala para durar, para quedarse todavía muchas estaciones
en el asiento por fin libre, y esa otra muchacha es imprevisible, Ana era
imprevisible, se mantenía muy derecha contra el respaldo en el asiento de la
ventanilla, ya estaba ahí cuando subí en la estación Etienne Marcel y un negro
abandonó el asiento de enfrente y a nadie pareció interesarle y yo pude
resbalar con una vaga excusa entre las rodillas de los dos pasajeros sentados
en los asientos exteriores y quedé frente a Ana y casi enseguida, porque había
bajado al metro para jugar una vez más el juego, busqué el perfil de Margrit en
el reflejo del vidrio de la ventanilla y pensé que era bonita, que me gustaba
su pelo negro con una especie de ala breve que le peinaba en diagonal la
frente.
No es verdad que el
nombre de Margrit o de Ana viniera después o que sea ahora una manera de
diferenciarlas en la escritura, cosas así se daban decididas instantáneamente
por el juego, quiero decir que de ninguna manera el reflejo en el vidrio de la
ventanilla podía llamarse Ana, así como tampoco podía llamarse Margrit la
muchacha sentada frente a mí sin mirarme, con los ojos perdidos en el hastío de
ese interregno en el que todo el mundo parece consultar una zona de visión que
no es la circundante, salvo los niños que miran fijo y de lleno en las cosas
hasta el día en que les enseñan a situarse también en los intersticios, a mirar
sin ver con esa ignorancia civil de toda apariencia vecina, de todo contacto
sensible, cada uno instalado en su burbuja, alineado entre paréntesis, cuidando
la vigencia del mínimo aire libre entre rodillas y codos ajenos, refugiándose
en France-Soir o en libros de bolsillo aunque casi siempre
como Ana, unos ojos situándose en el hueco entre lo verdaderamente mirable, en
esa distancia neutra y estúpida que iba de mi cara a la del hombre concentrado
en el Figaro. Pero entonces Margrit, si algo podía yo prever era
que en algún momento Ana se volvería distraída hacia la ventanilla y entonces
Margrit vería mi reflejo, el cruce de miradas en las imágenes de ese vidrio
donde la oscuridad del túnel pone su azogue atenuado, su felpa morada y
moviente que da a las caras una vida en otros planos, les quita esa horrible
máscara de tiza de las luces municipales del vagón y sobre todo, oh sí, no
hubieras podido negarlo, Margrit, las hace mirar de verdad esa otra cara del
cristal porque durante el tiempo instantáneo de la doble mirada no hay censura,
mi reflejo en el vidrio no era el hombre sentado frente a Ana y que Ana no
debía mirar de lleno en un vagón de metro, y además la que estaba mirando mi
reflejo ya no era Ana sino Margrit en el momento en que Ana había desviado
rápidamente los ojos del hombre sentado frente a ella porque no estaba bien que
lo mirara, al volverse hacia el cristal de la ventanilla había visto mi reflejo
que esperaba ese instante para levemente sonreír sin insolencia ni esperanza
cuando la mirada de Margrit cayera como un pájaro en su mirada. Debió durar un
segundo, acaso algo más porque sentí que Margrit había advertido esa sonrisa
que Ana reprobaba aunque no fuera más que por el gesto de bajar la cara, de
examinar vagamente el cierre de su bolso de cuero rojo; y era casi justo seguir
sonriendo aunque ya Margrit no me mirara porque de alguna manera el gesto de
Ana acusaba mi sonrisa, la seguía sabiendo y ya no era necesario que ella o
Margrit me miraran, concentradas aplicadamente en la nimia tarea de comprobar
el cierre del bolso rojo.
Como ya con Paula (con
Ofelia) y con tantas otras que se habían concentrado en la tarea de verificar
un cierre, un botón, el pliegue de una revista, una vez más fue el pozo donde
la esperanza se enredaba con el temor en un calambre de arañas a muerte, donde
el tiempo empezaba a latir como un segundo corazón en el pulso del juego; desde
ese momento cada estación del metro era una trama diferente del futuro porque
así lo había decidido el juego; la mirada de Margrit y mi sonrisa, el retroceso
instantáneo de Ana a la contemplación del cierre de su bolso eran la apertura
de una ceremonia que alguna vez había empezado a celebrar contra todo lo
razonable, prefiriendo los peores desencuentros a las cadenas estúpidas de una
causalidad cotidiana. Explicarlo no es difícil pero jugarlo tenía mucho de
combate a ciegas, de temblorosa suspensión coloidal en la que todo derrotero
alzaba un árbol de imprevisible recorrido. Un plano del metro de París define
en su esqueleto mondrianesco, en sus ramas rojas, amarillas, azules y negras
una vasta pero limitada superficie de subtendidos seudópodos: y ese árbol está
vivo veinte horas de cada veinticuatro, una savia atormentada lo recorre con
finalidades precisas, la que baja en Chatelet o sube en Vaugirard, la que en
Odeón cambia para seguir a La Motte-Picquet, las doscientas, trescientas, vaya
a saber cuántas posibilidades de combinación para que cada célula codificada y
programada ingrese en un sector del árbol y aflore en otro, salga de las
Galeries Lafayette para depositar un paquete de toallas o una lámpara en un
tercer piso de la rue Gay-Lussac.
Mi regla del juego era
maniáticamente simple, era bella, estúpida y tiránica, si me gustaba una mujer,
si me gustaba una mujer sentada frente a mí, si me gustaba una mujer sentada
frente a mí junto a la ventanilla, si su reflejo en la ventanilla cruzaba la
mirada con mi reflejo en la ventanilla, si mi sonrisa en el reflejo de la
ventanilla turbaba o complacía o repelía al reflejo de la mujer en la
ventanilla, si Margrit me veía sonreír y entonces Ana bajaba la cabeza y
empezaba a examinar aplicadamente el cierre de su bolso rojo, entonces había
juego, daba exactamente lo mismo que la sonrisa fuera acatada o respondida o
ignorada, el primer tiempo de la ceremonia no iba más allá de eso, una sonrisa
registrada por quien la había merecido. Entonces empezaba el combate en el
pozo, las arañas en el estómago, la espera con su péndulo de estación en
estación.”
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